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Grigori Wassiljewitsch, Fischer, 1840

Mira nuestros pies/ Gabriel Rodriguez Liceaga

Vengo sentado en el metro, vibra el teléfono en mi bolsillo del pantalón. Lo saco para ver de quién se trata aunque estoy cien por ciento seguro que es Marisol. No le voy a contestar. ¿Qué voy a decirle? ¿Qué puedo yo decir que cambie algo? Son cosas que pasan. En parte fue tu culpa. Es lo mejor para los dos. Todas las relaciones llevan implícita su autodestrucción. El tiempo curará todo… ¡mentira! El tiempo es la enfermedad. El tiempo tiene la maldita culpa, como siempre. Tiembla quedo e inocente el maldito teléfono celular, como si tuviera frío. No le voy a contestar la llamada. Para qué escuchar a Marisol llorando, hipando, pidiéndome que haga algo. No se puede hacer ya nada. Con esta van once llamadas perdidas entre ayer y hoy. Tal vez debería sencillamente apagar el teléfono. ¿Pero y si me llaman del trabajo? Me urge que me llamen del trabajo. Viene lentísimo el metro. Cada vez es más infrahumano transportarse en esta ciudad. Al menos hasta ahora no se han aparecido los sujetos que cargan a cuestas una bocinota o los drogadictos que hacen malabares sobre fragmentos de botella o los sidosos que venden empanadas de atún. ¡Hazme el favor! Quién en su sano juicio le compraría alimentos a un sidoso. Son las cuatro y media. Quedé de verme a las cuatro con Ulises en el restaurante de Bellas Artes. No entiendo por qué le encanta ese restaurante de ancianos. Ulises quiere que conozca a su nueva novia. Estoy a dos estaciones de mi destino. Ojalá me preste el dinero que le pedí. Pienso en Marisol. Era linda Marisol. O más bien lo sigue siendo. El teléfono deja de vibrar. Imagino a Marisol desesperada al otro lado de la línea, con la cara roja de tanto llorar y los ojos de sapo. Aun así debe lucir bellísima. Un chamaco indígena recorre el vagón repartiendo pequeñas hojas color rosa fluorescente. Meneando la cabeza le indico que no estoy interesado en su misiva pero él de todas maneras coloca el papel arrugado en mi rodilla. Leo:

“Somos pobres, mira nuestros pies. Pido ayuda a usted ya que no tengo, y como vengo de la comunidad más pobre de puebla no tengo que comer, por lo cual le pido de todo corazón que me ayude con una moneda que no le afecte su economía y que dios lo bendiga”
           
Uno ya no puede salir de su casa sin que dios lo acabe bendiciendo en contra de su voluntad. Observo los pies descalzos del chiquillo alejándose mientras reparte sus tarjetas a lo largo de todo el vagón. Pies hinchados y ateridos de tanta mugre, pies con una cicatriz de carne haciendo las funciones de suela.
A Marisol se le reducía el corazón cuando un hambriento se le acercaba suplicante. O más bien, se le reduce. Obvio, que yo sepa, ella jamás ha viajado en metro. Es la típica mujer que quiere solucionar los problemas del mundo regalando dulces Acuario. También les obsequiaba cigarros a los limpiaparabrisas, hasta traía una cajetilla de Delicados exclusiva para ese fin. Cientos de veces me tocó verla pedir que pusieran las sobras de su comida para llevar. Pinche Marisol toda flaca pero regalando cajitas de unicel a las marchantas y vienevienes del rumbo. Más de una vez nos burlamos Ulises y yo de ella. ¡Preocuparse por los pobres! Eso es como del siglo pasado. Una vez le dije que los pobres eran tan necesarios como la gente que en un baile permanece sentada, para establecer así la diferencia entre una circunstancia y otra. Me gritó que era un ignorante y Ulises tuvo que intervenir. La voy a extrañar.
Estación Bellas Artes. Me bajo sin poder devolverle al chamaquito su tarjeta rosa fluorescente, la guardo doblada a la mitad. Regreso a la superficie. Qué día más espantoso. ¿Por qué me duele tanto lo de Marisol? No debería ser así. Ando cabizbajo, apesadumbrado, lento. Entro al Palacio. Vibra el teléfono de nuevo. ¡No puede ser! Qué mujer más ociosa. Reviso la pantalla, capaz son los de la chamba. No. Es Marisol. Leo su nombre en la pantalla parpadeante. No voy a responder. Camino rumbo al restorán. Tal como lo predije: está todo lleno de ancianos. Ulises me observa a lo lejos y sonríe.
–Pinche cabrón que llega tarde –grita y se acerca a mí para abrazarme. Nos besamos en la mejilla.
Vuelvo la mirada y en la mesa está sentado un escote. Lo reviso cínicamente. No hay mucho que agregar: dos tristes piquetes de mosco presumiblemente suaves y pecosos. 
–Te presento a mi hermano, Beatriz –dice Ulises. Y luego de reversa–. Beatriz, él es mi hermano.
La chica se pone de pie y me abraza, yo padezco una erección. O al menos la idea de una erección. En escasos cinco segundos Beatriz y yo intercambiamos saludos y miradas y sonrisas y estaturas. Somos casi del mismo tamaño, acaso podríamos hacer el amor de pie. Llega el mesero a interrumpir y tomamos asiento.
–Pide lo que quieras, nosotros ya comimos –dice Ulises–. Te tardaste un chingo.
–No hay fijón, desayuné bastante. No tengo hambre.
Pero sí tengo hambre. Me dan vuelta en el estómago apenas si cinco tacos de canasta. Observo a Ulises. No le cabe la sonrisa en el rostro. Sonrisa de idiota. Este baboso sí le compraría empanadas a un cabrón con sida.
–Pide algo de picar. ¿O qué te tomas?
–Un vodka con quina –ordeno.
–Estamos aquí desde temprano –cuenta mi hermano–, ya recorrimos todas las exposiciones. Es que Beatriz quiere ser pintora, ¿verdad?
La mujer sólo asiente con la cabeza. Mete un popote en un rinconcito de sus labios. Labios que parecen dos aves volando paralelas. Mujer pálida. Sus ojos azules me recuerdan el revés inestable de un disco compacto. No me gustan nada sus lentes. Enormes, sin chiste. Muerde el popote entretenidísima. Todo su cabello luce tenso, aprisionado por una coleta malhecha. Cabello color piolín. De hecho Beatriz parece un pollito recién mojado. Ulises la besa desde el cuello hasta la oreja. Sonríen. Actúan como si se conocieran desde siempre. Ambos tienen en los ojos un pedazo de sol: el fulgor de la novedad. Hallar un cuerpo nuevo y dispuesto.
–¿Cómo se conocieron? –pregunto.
–Ya ves cómo es mamón el destino –responde Ulises sin interrumpir su labor en el arete de la chica. Estoy seguro que esa frase la sacó de alguna película mexicana.
–Oye, Betty… ¿y qué opinas de la pobreza mundial? –pregunto. Ella se me queda viendo sin saber qué responder.
–Te está molestando, no le hagas caso –la protege mi hermano.
–Voy al baño –indica ella y se aleja. Ese diálogo es su única participación en toda la entrevista.
–¿Cómo ves? –me pregunta Ulises.
–Pues cógetela –respondo seco, dándole sorbos a mi vodka prácticamente antes de que lo ponga el mesero en la mesa. Apuro el trago para poder pedir uno más antes que nos desbandemos.
–Luego te cuento bien. Estoy contento, ¿sabes?
–Aprovéchalo. No es algo que te suceda tan seguido.
–Es un amor, no sabes…
–No es muy expresiva.
–Es porque está nerviosa. Me dijo que la ponía nerviosa conocerte.
–¿A mí? ¿Yo qué? Ulises quiero decirte dos cosas. Una, necesito que me pases la lana que te pedí. Dos, Marisol no deja de marcarme.
–No le contestes y ya.
–Doce llamadas perdidas y contando, no me chingues.
–No le contestes.
–La voy a extrañar –digo y le pido otro trago al mesero.
–Bueno, yo también la voy a extrañar pero qué se le va a hacer. Apaga el teléfono, es lo que yo hice. A la verga. Si sigue chingando cambiamos nuestras líneas.
–¡Qué fácil! Yo estoy esperando una llamada de la chamba. Necesito dinero.
–Es lo de menos, eso es lo de menos. Estoy feliz cabrón. Vamos a celebrar en la noche los tres. ¿Eh? Para que se vayan conociendo.
Ulises se levanta de golpe. Intercepta a su nueva noviecita que regresa de orinar. La toma de la mano y comienzan a bailar. Así nada más, sin música. No he decidido si eso me da pena ajena o envidia. Los rucos de las otras mesas se nos quedan viendo. Vibra el teléfono en mi bolsillo del pantalón. Es Marisol. Vibra dulcemente, con suavidad mecánica. Ellos bailan alegres, con lujo de torpeza. Ella sonríe, lo besa. Le pasa los brazos por la nuca. Lo besa, maldita sea. Observo el suelo. Para que los demás bailen es necesario que alguien permanezca sentado, así se establece la diferencia entre una circunstancia y otra. Soy pobre, miro mis pies.
–Ahorita vengo –exclamo y saco el teléfono de mi bolsillo. Respondo a la llamada alejándome hacia la otra ala del palacio.
–Bueno.
–Hola –dice ella, llorando, hipando–, qué bueno que contestas. Llevo todo el día marcándote. Estoy desesperada.
–Me imagino. No me llames por favor. Yo no tengo nada que ver.
–Tienes que hacer algo. Te lo suplico. Habla con él.
–¿Pero qué puedo yo decirle?
–Habla con él. A ti es al único que le hace caso. No me contesta mis llamadas, tiene apagado el celular. Cómo puede olvidar cuatro años en un día… no sé qué hacer.
–Nada, no hagas nada. Son cosas que pasan –digo y tomo asiento en unas escaleras. Trato de sonar contundente. La imagino divina y llorando maquillaje.
–¿Qué hice mal? Yo lo amo muchísimo.
–En parte fue tu culpa, Marisol…
–Lo amo, en serio lo amo.
–Yo creo que es lo mejor para los dos. Además todas las relaciones llevan implícita su autodestrucción… a lo mejor si dejas que pase el tiempo…
–No quiero perderlo… habla con él… habla con él…
No me está poniendo atención esta mujer. La escucho berrear y sonarse la nariz. Qué sonido tan tétrico el de una mujer llorando a través de un teléfono. Pareciera que la están matando. Permanezco en silencio también llorando, pero lágrimas invisibles. Se tranquiliza.
–¿Sigues ahí?
–Sí, sí. Recupérate y me vuelves a llamar.
Pero ninguno de los dos cuelga. Nos quedamos callados. Ulises debe seguir bailando o besando el cuello de la chulada esa y los hielos en mi vodka ya deben estar derritiéndose.
Un oficial me pide que me mueva, dice que ahí no puedo estar sentado.















Gabriel Rodríguez Liceaga (Ciudad de México, 1980) ha publicado el libro de cuentos "El demonio perfecto" (BUAP, 2008), las novelas "Balas en los ojos" (Ediciones B-Zeta bolsillo, 2011) y "El siglo de las mujeres" (Ediciones B, 2012). Fue ganador del Premio Bellas Artes de Cuento San Luis Potosí con el libro "Perros sin nombre" (2012). Es autor de "Niños tristes" (Fondo Editorial Tierra Adentro, 2013) el cual se hizo acreedor del Premio Nacional de Narrativa "María Luisa Puga" (2010). También fue ganador del XII Premio Nacional de Cuento "Agustín Yáñez" con el libro "¡Canta, Herida!" bajo el seudónimo de Clemencia Corona. (http://no-estoy.blogspot.mx/)